La noche que busca festejar, unir y confirmar nuestros relatos

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Comencemos
con
una
pregunta
simple:
¿para
qué
sirven
los
premios?
El
pasado
domingo
en
Madrid,
durante
la
entrega
de
los
Platino
–la
doceava
edición
de
este
galardón
que
busca
unir
y
celebrar
a
la
industria
de
América
Latina,
Portugal
y
España–,
la
respuesta
fue
clara,
urgente,
elegante
y
poderosa:
para,
precisamente,
dar
un
sentido
de
industria.
Detrás
y
delante
de
la
alfombra
roja,
con
nombres
como
la
celebrada
Eva
Longoria,
Natalia
Oreiro,
Griselda
Siciliani,
Lux
Pascal,
Karla
Sofía
Gascón
y
así
la
lista,
la
sensación
era
una
sola:
el
profesionalismo
de
los
premios
creados
por
Egeda,
que
cuentan
con
una
apuesta
fundamental
de
Madrid
(su
alcaldía
y
varias
agencias
vinculadas
a
la
promoción
cultural
e
industrial)
y
de
México
(recordemos
que,
en
su
joven
vida,
los
premios
cruzan
el
charco
una
vez
por
año),
es
el
perfecto
marco
de
contención
para
una
idea.

Sí,
hay
protocolos,
pero
también
una
política
cultural
que
puede
andar
sobre
alfombras
rojas,
y
que
la
hace
diferente
de
otros
premios:
se
busca
una
unión,
se
busca
crear
una
familia
de
producciones
diversas
como
El
jockey,
la
gran
nominada
argentina,
o
la
serie
Cien
años
de
soledad
(una
de
las
grandes
ganadoras
de
la
noche),
un
universo
donde
entra
Reas,
de
Lola
Arias
–una
propuesta
radicalmente
distinta
a
la
hora
del
documental–
o
Aún
estoy
aquí,
la
brasileña
ganadora
del
Oscar
que
se
alzó
con
el
premio
a
Mejor
Ficción
Iberoamericana
(con
la
ausencia
de
su
director
y
de
su
actriz).
En
esa
variedad,
lo
que
hacen
los
Platino
–y
lo
que
hicieron
el
pasado
domingo,
con
aciertos,
tropiezos
y
lo
que
gusten
ver–
es
generar
un
espíritu
comunal,
algo
que
potencian
desde
sus
otras
actividades:
nadie
piensa
el
cine
de
nuestra
región
como
los
Platino.
Entonces,
en
esa
aventura
se
entiende
que
no
hay
solo
un
gesto.
Vuelvo:
hay
un
intento
de
algo
que
ni
los
diferentes
institutos
de
cine
han
logrado;
una
épica
inversión
que
entiende
al
cine
como
industria,
como
espacio
comunal,
como
mercado
que
debemos
cuidar
puertas
adentro,
desafiando
sistemas
de
distribución,
modelos
de
exhibición
y
formas
de
comunicar.

Desde
el
más
obvio
de
los
lujos
–un
premio
con
alfombra
roja,
celebridades
y
actividad
incluso
de
beneficencia
alrededor
de
esos
días–,
la
misión
es
más
urgente
que
un
lujo.
En
este
caso,
el
lujo
no
es
vulgaridad:
es
una
declaración
de
principios
con
una
misión
necesaria,
fundamental,
en
tiempos
de
institutos
de
cine
congelados,
audiencias
en
baja:
conocer
otros
nombres,
celebrarlos.
Seguro,
que
una
celebridad
española
o
mexicana
no
logre
aunar
a
diferentes
públicos
en
Brasil,
Chile
o
Argentina
–por
ejemplo,
la
mexicana
Aislín
Derbez
y
el
español
Asier
Etxeandía
conducían
la
ceremonia–
no
es
un
error.
Son
pasos,
pequeños,
gigantes,
de
inversiones
considerables
para
lograr
un
mercado
común,
algo
cuyo
primer
paso
de
siete
leguas
son
los
Platino.
No
hay
que
confundir
profesionalismo
con
pomposidad:
si
bien
toda
la
etiqueta
del
premio
se
vivió
y
se
vio
en
pantalla,
a
diferencia
de
otros
premios,
aquí
los
cruces
son
propiciados
(entrevistas
con
directores,
productores,
guionistas,
films
no
estrenados
en
nuestro
territorio
y
más).
Volvemos:
los
Platino
son
tremendamente
importantes,
y
mucho
de
ello
no
se
ve
en
la
ceremonia.
Por
eso,
seguro:
larga
vida
a
los
Platino.

Esto
no
les
gusta
a
los
autoritarios

El
ejercicio
del
periodismo
profesional
y
crítico
es
un
pilar
fundamental
de
la
democracia.
Por
eso
molesta
a
quienes
creen
ser
los
dueños
de
la
verdad.

La
fiesta.
Los
Platino
tienen
12
años
de
historia.
Han
celebrado
con
Platinos
a
Ricardo
Darín,
a
Javier
Bardem,
a
Carmen
Maura
y
a
otros
nombres.
Hoy
son
uno
de
los
pocos
lugares
donde
hay
una
memoria
colectiva
de
las
películas
y
series
que
se
estrenaron
en
los
últimos
años.
¿Un
Platino
local
ayudaría?
¿Festivales
de
Cine
y
Series
Platino
que
lleven
a
pantalla
lo
que
después
va
a
la
alfombra?
También.
Pero
pedir
es
fácil.
Por
ejemplo,
ver
la
emoción
genuina
de
Eva
Longoria,
la
gran
celebrada
de
la
ceremonia,
sea
en
una
conferencia
de
prensa
o
en
la
misma
gala
(con
su
amiga
Sofía
Vergara
presentando
el
premio),
es
algo
diferente:
Hollywood
posee
cientos
de
discursos,
pero
pocas
acciones,
muy
pocas.
Longoria,
productora,
directora,
hito
de
la
TV
cuando
la
TV
no
generaba
hitos
al
ritmo
de
hoy,
decía
y
repitió
en
la
ceremonia:
“Para

es
un
gran
orgullo,
como
nacida
en
Texas,
que
se
reconozca
mi
trabajo”.
Sumaba
algo
emocionante:
“Cuando
empecé,
era
muy
latina
para
roles
americanos,
y
no
hablaba
español
de
una
forma
que
me
pudieran
llamar
para
roles
solo
en
español”.
Poco
importaba
su
spanglish;

importaba
su
esfuerzo
por
hablar
español,
su
emoción:
eso
solo
puede
suceder
en
un
lugar
donde
la
identidad
latina,
hispanohablante,
tenga
un
peso.
Los
Platino,
en
sus
categorías,
buscan
eso.

Pasan
por
allí
Ana
María
Orozco,
famosa
por
Betty
la
fea,
y
celebra
su
obra
de
teatro
en
Argentina;
pasa
Mariela
Garriga,
hoy
parte
de
Misión:
Imposible,
y
canta
canciones
de
Cris
Morena;
pasa
Úrsula
Corberó
y
confiesa
que
quiere
seguir
trabajando
con
Luis
Ortega;
pasa
Natalia
Oreiro
y
cuenta
cómo
veía
comedia
clásica
en
una
tele
verde
y
gris.
Seguro,
son
momentos
de
color,
pero
son
nuestros
momentos
de
color:
fuera
de
la
urgencia
de
TikTok,
la
TV,
el
chiste
rápido
y
viral
(fundamentales,
seguro),
se
respira
en
los
Platino
una
identidad.En
un
Partido
de
las
Estrellas
–evento
donde
celebridades
como
Karla
Sofía
Gascón
juegan
contra
Juampi
Sorín–
hay
un
idioma
común.
Seguro,
hay
frivolidad,
pero
incluso
Karla
puede
ese
día
responder
las
insoportables
preguntas
sobre
Hollywood
y,
en
la
alfombra
roja,
confesar
que
lloraba
cada
vez
que
avanzaba
en
su
lectura
de
Las
malas.
Era
un
ser
humano,
no
alguien
que
tenía
que
ser
noticia.
Los
Platino
también
cuidan
a
su
industria,
en
todos
los
sentidos.
Otra
vez,
es
difícil
lograr
que
el
público
argentino
se
fascine
con
nombres
que,
aunque
gigantes
–como
los
Derbez–,
pierden
peso
a
la
hora
del
rebote.
Es
un
balance
complejo,
que
puede
ser
definido,
por
ejemplo,
en
sus
actos
musicales:
Prince
Royce
y
Pablo
Alborán
tocaron
en
vivo,
y
la
ausente
fue
María
Becerra,
por
razones
de
público
conocimiento.
Los
Platino
merecen
respeto,
ideas,
cariño,
lograr
que
nuestra
calidez
–diferente
en
el
escenario
a
la
americana–
juegue
más.
No
es
una
crítica:
los
Platino
pelean
solos
una
batalla
que
parece
fácil
y
es
colosal.

LA
EMOCIÓN
ARGENTINA.
Adriana
Barraza,
leyenda
de
la
actuación
y
adoradora
de
los
relatos
argentinos
y
latinos,
busca
a
un
periodista
argentino.
Lo
abraza.
Y
habla
libremente.
Habla
de
Pompeyo
Audivert,
de
cuántas
veces
vio
Habitación
Macbeth,
habla
de
Daniel
Fanego
y
de
que
hablará
sobre
el
fallecido
enorme
actor
argentino.
Esos
instantes,
de
alfombra
roja,
son
pequeñas
perlas
de
esa
identidad
que
los
Platino
generan.
Seguro,
hay
miradas
para
cuidar
qué
preguntas
se
hacen
–lógico–,
pero
hay
improvisación,
hay
libertad,
hay
ganas
de
hablar
de
admiraciones,
de
pasados
comunes.
No
se
siente
la
tensión
de
una
alfombra
roja
de
Hollywood
o
de
una
industria
gigante.

el
profesionalismo.Por
eso,
la
ausencia
de
figuras
ganadoras
habla
más
de
una
mala
lectura
de
los
premios
y
su
importancia
que
en
contra
de
los
mismos
(claro,
hay
problemas
personales,
pero
fue
considerable
la
ausencia
de
Walter
Salles,
director
de
Aún
estoy
aquí:
se
sabe
que
la
carrera
al
Oscar
es
agotadora,
pero
los
Platino
merecen
todo
lo
que
buscan
generar).

Nuestro
pequeño,
enorme
momento
fue
la
victoria,
precisamente,
de
Daniel
Fanego
por
El
jockey,
que
recibió
Manu
Fanego,
su
hijo,
haciendo
una
feliz
broma
pero
recordando
después
que
su
padre
hubiera
aprovechado
para
decir
“varias
verdades
incómodas”.
Los
argentinos,
todos,
hablaron
preocupados
por
nuestro
cine.
Por
suerte,
rincones
como
los
Platino
cuidan
a
todos
los
cines
de
la
forma
que
pueden.
Por
eso,
larga
vida
a
los
Platino
es
gritar
larga
vida
a
finalmente
crear
una
unidad
en
un
medio
siempre
a
forma
del
fenómeno
y
del
knockout.