Viví muchos años en Lanús, pero nunca había andado por Fiorito. Era un barrio que, creía yo, no ofrecía demasiadas atracciones para visitarlo. Hasta que la efedrina me llevó una mañana de sábado a ese lugar fundacional. Unas horas más tarde, después de haber recorrido los sitios emblemáticos, me cuestioné: cómo era posible que nunca antes había visitado la cuna del fútbol.
A mediados de los ‘90 trabajaba en la revista “La Maga”, que si bien estaba enfocada en temas culturales a veces se interesaba por cuestiones vinculadas al fútbol. El positivo de efedrina a Maradona en el Mundial ‘94 fue una de esas cuestiones. Allá fui, entonces, a buscar una historia en el lugar donde 34 años antes había empezado todo.
Sin estrella de Belén que señale el camino ni Reyes Magos a los que seguir, para llegar manejaba un único dato: tenía que ubicar la calle Azamor. Ahí, contaba la leyenda, en algún sitio de esa calle, estaba ubicado el pesebre donde había nacido el elegido.
Por esos tiempos no existían los celulares y mucho menos google maps. Para llegar a un sitio desconocido la mejor alternativa era bajar la ventanilla y preguntar. Eso fue lo que hice en el remís que me llevaba junto a la fotógrafa.
-Disculpe, jefe, ¿cómo hago para llegar a la casa de Maradona?
-Doblá por acá, hacé unas diez cuadras y preguntá.
Y ahí arrancó una maravillosa secuencia de postas. Les habremos preguntado a cuatro o cinco personas y todas nos explicaron sin titubear cuál era nuestro destino. No hizo falta invocar calles, alturas ni referencias barriales, todo se resolvió con una contraseña: ¿por acá vamos bien para la casa de Maradona? Así nos fueron acercando por tramos, hasta que por fin llegamos a la esquina de Azamor y Mario Bravo.
Esa fue la primera revelación: en Fiorito no debe haber un solo vecino que no conozca ese monumento histórico. La casa del Pelusa es su Obelisco. La segunda sorpresa fue que todos tenían alguna historia para contar, con él o sobre él.
Estaban los que lo vieron jugar en aquel potrero que estaba a unas cuadras, los que aseguraban que el Goyo era mejor, los que decían que habían sido compañeros de escuela de la Claudia, los que aseguraban que cada tanto andaba por el barrio en un auto con vidrios polarizados, los que juraban que hacía años no lo veían. En definitiva, nadie se quería quedar afuera de la historia de Diego.
Vivir en Fiorito es una manera de pertenecer. Allí el mito toma dimensiones insospechadas. Lo veneran, lo invocan y lo desenvainan como una espada que al salir, sale cortando. Ser de Fiorito, que es lo mismo que ser del Diego, los fortalece. Después de todo, entre tantas carencias Maradona es lo más genuino que les queda.
Compartí esta Nota