Fran Gayo no es un secreto. Fran Gayo ha sido, y sigue siendo, un nombre crucial a la hora de la gestión cultural, puntualmente de la programación de cine, donde con diferentes bases festivaleras (el de Gijón, por ejemplo, o el Bafici local; sus dos ciudades) ha formado una idea de cine que incluso en la era de los “contenidos” posee una sustancia fundamental: la fe ciega en lo que puede hacer una pantalla. O un relato. La devoción, podría decirse, como motor cultural. De esa forma, el asturiano ha lanzado después de sus pasos por la poesía, el libro La Navidad de los lobos, una maravilla fantástica que nace una idea gestada en pleno encierro de cuarentena en Gijón: un tipo en la cama, y a los pies de la misma se le aparece su abuela, que vive a 11.000 km. De repente, esa abuela empieza a estirarse y se hace tan grande que pega con la cabeza en el techo. Entra la luz de la mañana, y la abuela desaparece. Desde esa premisa con tanto manga incontenible (Junji Ito) como del mejor Neil Gaiman (aquel de componentes autobiográficos en El océano al final del camino), Gayo va componiendo con su experiencia, con todo ese cine, con toda esa música (sus años, por tomar un pequeño fragmento, en Mus), y va contando episodicamente, casi como trozos de un tronco cortado donde cada parte importa, la historia de “una familia malhumorada, que putea mucho y que se rompió el culo trabajando, que es a la que pertenezco”, dirá. Gayo habla de la película Léolo y de El espejo, pero lejos de referencias concretas, marmóreas incluso, las suma como plataformas de lanzamiento al vacío, de soporte para cuando necesitaba pensar “¡Venga, joder! ¿Quá va a pasar? Lo más grave es que no le guste a nadie”. Y suma, ya reflexionando sobre los músculos fantásticos (hay otros, eh, y tan devastadores como sentidos): “En el libro, me dio mucha felicidad el fantástico que no tiene nada que ver con la realidad mía. Siento que esas fugas para mi fueron un parque de atracciones donde disfruté mucho”.
—¿Qué sentís que el libro te pedía y se lo pudiste dar?
—Yo tenía una idea muy clara de ponerme a escribir algo como un divertimento puro, hasta ahí había editado poesía y no quería hacer más, sentía que me superaba un poco la poesía. En un punto lo que hice fue darle de comer todo el tiempo a las intenciones con las que me senté a escribir. Y las que iban apareciendo. Sí me daba cuenta que había muchas cosas del relato oral, de la transmisión oral de padres a hijos, de corte paranormal, que yo sentía que se iban a perder porque a mí la memoria ya empezaba a fallarme. Sentía la necesidad de todo eso ponerlo por escrito, y contrastarlo con libros de rollo folclórico, ya que nunca tienes la seguridad de que el recuerdo que tienes no es lo que contaron originalmente.
—¿Cómo funcionaba entonces la síntesis de la poesía, de la que venías?
—Por mucho que escribas narración, a mí me parecía importante tener todo el tiempo el muro de contención que te pone la poesía, de ceñirse a una cierta economía, de sugerir. La poesía por un lado te faja pero te permite jugar. De hecho, no soy buen lector de narrativa. Sin embargo, en la poesía, siento que siempre es un viaje que aunque a veces puede costarte mucho que merece la pena.
—Venís también del universo de la programación de cine, que siempre trabajaste con mucha libertad de géneros, ¿cómo funcionaba esa pluralidad a la hora del libro y tu universo de referencias?
—Es que ahí es donde el libro empezó a ser divertido. Lo que yo más tengo para agradecerle al libro es que la pase muy bien escribiendo. No fue un sufrimiento. El tema del género está ahí, de escribir algo de terror. La narrativa lo que tiene de divertido es que es un gran caldero donde puedes meter todo ahí. Te permite mucha libertad, pero también te permite escribir de manera ramplona, que era lo que yo no quería de ninguna manera. Siendo muy lector de fantástico, de terror, de ver mucho cine de terror, me di cuenta que es muy difícil escribir eso: había cosas que me daba pudor escribir, de vergüenza ajena. Luego leo una novela como la de Mariana Enriquez y me parece muy admirable ese meterse adentro; hay algo en el terror de la fuerza de voluntad muy potente, de creérselo a unos niveles que yo no me lo llego a creer. En mi caso aparece el folclore asturiano, mi familia, mi lejanía, que me ayudan en ese camino.
—¿Qué descubriste de la memoria y de la memoria como monstruo familiar?
—El libro me ayudó mucho a ordenar la memoria. Una vez que lo termine, noté que fui un poco injusto con un pasado en los años 70 y los años 80 en una España que era muy jodida. Y que fue un 5% de lo jodida que lo fue para mis padres, ni hablar de mis abuelos. Me ayudó a entender todo eso. Lo que perdieron mis abuelos y padres en ese cambio. Estoy un poco harto ya de la Memoria con mayúscula, que es importantísima, porque hay un momento en que el término “memoria” se lo terminan quedando las enciclopedias. Me parece que hay otra memoria, la más familiar, la más minúscula, la que forma parte de nosotros y que siento que a partir de una edad tienes que llegar a terminos con ella. Sobre todo, cuando te das cuenta de que el mayor de la familia es uno. Es un libro de ficción, aunque hay cosas que funcionan como disparadores de mi vida.
—¿Cómo creaste el mundo alrededor de esos personajes?
—Desde asumir que una reconstrucción fidedigna es imposible. Y hagamos que aparezca un monte en Buenos Aires, ahí salta la fantasía, y que sea el monte que estaba al lado de la casa de mis abuelos. No quería una reconstrucción al uso, hay cien mil. Intenté reducir la Guerra Civil a cuatro páginas, y la prensa en España tomaba eso como punto de partida. Un poco lo que yo sí quería era reflejar cómo había cambiado mi ciudad, cómo se fue convirtiendo en un garaje de hormigón, y siempre quería las fugas que me diera la fantasía. Y mantener Buenos Aires. La fantasía en mí es un agarradero desde pequeño. Es un salvavidas. La fantasía es el momento en que sabes que al día siguiente vas a ir al colegio, hará mucho frío y la maestra te dará un golpe sin motivo, y que aun así resistes en la noche, con una linterna, bajo las sábanas, leyendo.
—¿Sentiste alguna responsabilidad para con tu familia?
—Yo sentí que el momento que se podía hacer eso con una biografía de una persona, fue con Léolo de François Ozon. Nunca la volví a ver, por sí acaso. Sentí que había algo que puede leerse como una falta de pretenciosidad pero que era una ausencia de miedo, contar algo durísimo desde la fantasía. Me molesta la idea de que se pierdan los lectores en el libro, no de que les parezca una mierda. Y sí, sentí miedo. Hay muchos caminos cortados en la memoria, en momentos de la adolescencia por ejemplo. Fue bonito entonces ser un buen anfitrión con los personajes. Nunca masacrarlos. ¿Cuánto cine ves que masacra a los personajes? Yo quiero a todos los personajes que representan a alguien de mi familia o los que inventé. No quería crueldad para los personajes.
—¿Es un gesto de amor para con tu familia?
—Total. Puedo haber sido el bicho raro de la familia, no encajar totalmente ahí, pero para mí sí el libro es como una carta de amor a todos ellos. Y un poco una carta al orgullo de pertenecer a esa familia, con todo el orgullo que puedo tener. Jamás contaría cosas de mi familia que puedan molestar a alguien. De hecho, hubo cosas que saqué. Intenté hacer una reducción a lo básico, y la base de todo era la relación de la abuela y el nieto.
El cuento a la familia
—¿Hay una parte del libro que es vos ahora contándole a tu familia?
—Es una despedida de mi abuela, que con todo lo que nos quisimos hubo algo que nos desencontramos. Fue raro. Pensé que iba a ser conmovedor, y estaba acá en Buenos Aires y me llamó mi vieja y me dijo que había muerto y no sentí nada. Me jodió mucho. A poca gente en mi vida quise tanto como ella. Aprendí de ella un montón, muchas cosas malas.
—Has hecho música, programado cine, poesía, dirigido festivales, ¿qué sentís que importa a la hora de contar algo?
— En mi caso personal, y considerando todo lo que hice hasta ahora, lo más intenso que sentí es con la escritura. La música tiene algo muy mágico, la parte de la producción y la mezcla es una caja mágica. En los discos de Müs era así. Me despertaba mi madre y había estado mezclando a la noche. Eso es algo que es incomparable. Sentí con esta novela construir una cabaña en la que yo me encerraba y el resto desaparecía.
—¿Es un acto de amor para con vos mismo?
—No lo sé, porque yo me quiero bastante. Si lo fue, no fue un gesto excepcional. Soy poco autocompasivo, de autoflagerlarme, o sentirme culpable de todo. Puede ser. Es el libro de una persona que tiene pocas fotografías familiares. De hecho las recuperé cuando terminé el libro. De la familia de alguien que nace 1970 no tenía muchas, lo tomo como un álbum de fotos que no tenía. Cuando empezas a ver que la estructura familiar es frágil. Tu padre, tu madre, tus abuelos: se empieza a venir abajo. En un momento vas a estar ahí. O la familia se disgrega. Por eso, y porque es un arma de cara al futuro.