“Vamos a luchar para que éste sea un país para todos”

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Norman
Briski
sostiene
una
escuela
y
sala
de
teatro
independiente:
Calibán,
en
la
calle
México
1428.
Dirige
una
nueva
versión
de
una
de
las
obras
más
potentes
de
la
dramaturgia
argentina,
en
lo
relativo
a
su
denuncia
de
los
horrores
durante
la
última
dictadura
cívico-militar
en
la
Argentina.
Se
trata
de
Potestad,
de
Tato
Pavlovsky
(viernes
a
las
22,
en
el
Teatro
Payró,
San
Martín
766),
centrada
en
un
hombre
que
participaba
de
asesinatos
y
apropiaciones
de
bebés
por
parte
del
Estado.
Con
una
trayectoria
marcada
por
prestigio,
éxitos,
exilio
y
persistencia,
Briski
declara:
“La
valentía
es
una
consecuencia
del
miedo”,
y
explica
cómo,
a
los
86
años,
encara
proyectos
con
un
posicionamiento
político
transparente.

—¿Qué
trae
esta
nueva
versión,
después
de
la
primera,
de
1985,
en
la
que
dirigió
a
Pavlovsky,
y
de
las
muchas
otras
que
se
han
hecho?

—La
potencia
del
texto
domina
cualquier
estética.
En
la
primera
versión,
el
protagónico
fue
de
Tato
Pavlovsky.
Yo
también
hice
una
versión
con
María
Onetto,
muy
extraordinaria
actriz,
y
ahora
hice
una
versión
con
una
estética
del
teatro
Noh,
por
lo
dogmático
del
personaje,
que
tiene
que
ver
el
estilo
japonés.
Eduardo
Misch,
extremadamente
cercano
a
Tato
Pavlovsky,
me
pidió
otra
vez
poner
Potestad,
por
su
mucha
mayor
vigencia
hoy
que,
tal
vez,
todas
las
versiones
que
se
hicieron
hasta
ahora,
en
este
tiempo,
en
estos
gobiernos,
en
esta
complicidad
civil,
de
los
que
están
promoviendo
semejante
dominio,
la
desigualdad,
la
posibilidad
de
que
nuestra
gente
esté
cerca
del
hambre,
o
en
el
hambre.
Hoy
Potestad,
con
música
de
Martín
Pavlovsky,
su
hijo
tan
querido,
tiene
una
potencia
inesperada.
Es
una
obra
profética
de
Tato,
aun
cuando
los
profetas
son
invenciones
de
nuestras
idealizaciones. 

Esto
no
les
gusta
a
los
autoritarios

El
ejercicio
del
periodismo
profesional
y
crítico
es
un
pilar
fundamental
de
la
democracia.
Por
eso
molesta
a
quienes
creen
ser
los
dueños
de
la
verdad.

—“Potestad”,
en
principio,
supone
un
actor
protagonista
y
a
una
actriz
en
el
segundo
rol.
En
su
versión,
hay
dos
actores:
Eduardo
Misch
y
Damián
Bolado.
¿Cómo
lo
pensó?

—En
el
caso
del
original
de
la
obra,
hay
una
amiga
del
protagonista;
es
probablemente
un
enigma
dramático,
por
saber
con
quién
está
jugando;
su
posición
siempre
es
un
misterio.
En
esta
versión,
Damián
Bolado
es
el
caddie
del
jugador
de
golf.
Éste,
[el
protagonista],
muestra
un
rol
simpático,
querendón,
amistoso,
familiar.
Ahí
está
el
monstruo,
que
no
tuvo
ningún
problema
en
secuestrar
a
un
bebé.
La
presencia
del
caddie
inquieta
por
saber
si
está
apoyando
o
está
denunciando
al
protagonista;
abre
también
a
preguntarnos
si
somos
el
caddie.

—Si
la
obra
tiene
particular
vigencia,
¿cómo
dialoga
con
la
realidad
contemporánea
argentina
y
con
discursos
como
el
del
video
que
el
gobierno
nacional
preparó
para
el
24
de
marzo
de
este
año?

—No
creo
en
ese
negacionismo;
creo
que
son
extremadamente
conscientes
de
qué
están
eligiendo.
Estos
conservadores
vestidos
de
liberales
evidentemente
están
reprimiendo,
y
la
peor
manera
de
reprimir
es
con
el
hambre.
Fueron
la
complicidad
civil
de
la
dictadura,
por
eso,
esto
aparece
como
un
revival
de
venganza.
Se
reitera
la
complicidad
civil,
que
sostiene
una
idea
que
es
conservadora
y
se
disfraza
del
liberalismo,
y
es
la
gran
historia
argentina,
en
términos
de
Roca,
Uriburu.
Esa
serialidad
sostiene
todavía
la
lucha
contra
los
indios,
contra
los
mapuches.
La
historia
es
larga,
pero
1870
es
ahora,
es
una
inercia
histórica
que
no
se
resuelve.
Esa
es
mi
manera
de
pensar,
pero
probablemente
sean
nada
más
que
interpretaciones.
Mi
punto
de
vista
está
ligado
a
maneras
poéticas,
estéticas.

—¿Podría
describir
cómo
era
Pavlovsky,
a
través
de
alguna
anécdota?

—Una
vez,
volvíamos
de
filmar.
Como
yo
me
sentía
descompuesto
del
estómago,
me
dijo:
“vos,
andá
atrás
y
acostate;
yo
voy
con
el
chofer”.
Me
dormí
y,
cuando
me
despierto,
escucho
que
Tato
le
está
explicando
al
conductor
del
remís
la
base
filosófica
de
Deleuze,
el
filósofo
que
Tato
conoció
y
estudió.
Tato
le
iba
diciendo
el
principio
deleuziano
del
bebé,
que
es
pura
potencia.
Tato
tenía
la
potencia
de
sus
creencias.
Nunca
lo
escuché
hablar
de
obviedades.
Es
una
grandeza
que
se
extraña.
A

me
da
mucha
pena
cuando
la
gente
se
muere:
se
pierden
pensamientos,
devenires,
visiones,
que
vamos
a
tener
que
buscar
otra
vez.

—El
Teatro
Payró
tiene
una
identidad
marcada
y
una
historia,
que
arranca
en
1967.
¿Qué
hizo
que
usted
lo
eligiera
para
hacer
allí
esta
obra?

—El
teatro
lo
eligió
Eduardo
Misch,
probablemente
por
esas
vinculaciones
históricas.
Hablar
del
Teatro
Payró
es
hablar
de
un
amigo
que
ya
no
está,
que
es
Jaime
Kogan,
a
quien
conocí
desde
los
seis
años
de
edad,
cuando
yo
estaba
en
Córdoba
y
vine
a
Buenos
Aires
al
Teatro
IFT,
a
hacer
una
comedia.
En
ese
tiempo,
el
desarrollo
infantil
estaba
muy
ligado
a
hacer
teatro
y
a
esos
ámbitos
de
izquierda
judía.
Ahí
lo
conocí
a
Jaime
Kogan,
que
después
hizo
el
Teatro
Payró,
el
cual
me
dio
para
hacer
una
obra,
con
Nacha
Guevara.
Jaime
y
yo,
los
dos
éramos
consistentes
en
nuestro
amor
por
el
teatro.
Ahora
está
el
hijo,
entonces
aparece
una
cosa
también
afectiva.

—¿Qué
opina
de
la
expresión
“zurdos
de
mierda”,
que
utilizan
diferentes
voces,
para
referirse
a
posiciones
políticas
de
izquierda?

—Es
exactamente
lo
que
nosotros
pensamos
de
la
derecha,
tranquilamente:
derecha
de
mierda.
Es
la
antigua
batalla
entre
conseguir
una
sociedad
igualitaria,
fraternal,
socialista,
y
la
otra
[posición],
que
quiere
ligarse
otra
vez
a
ser
colonia.
Hoy
podemos
llamarnos
otra
vez
colonia.
Es
insultante
y
regresivo,
y
que
habrá
que
luchar,
aunque
nos
digan
lo
que
quieran.
Vamos
a
buscar
siempre
una
lucha
que
haga
que
sea
un
país
para
todos,
donde
no
pueda
existir
este
genocidio
de
sacar
salarios,
de
despedir
gente
de
su
trabajo,
de
hacer
semejante
ataque
a
la
cultura.
Nosotros
no
solamente
vamos
a
resistir:
vamos
a
seguir
empeñados
en
que
tenemos
razón
y
que
hay
que
buscar
la
fuerza.

—Estuvo
en
una
agencia
publicitaria,
dando
el
estímulo
que
hizo
que
Quino
creara
el
personaje
de
Mafalda.
Considerando
ese
y
otros
trabajos
que
ha
hecho,
¿qué
lugar
ocupa
el
teatro
en
su
vida?

—Busco
siempre
la
naturaleza.
Busco
siempre
ver
qué
paternidad
alegre
me
gustaría
tener.
Busco
a
mis
amigos,
busco
el
amor.
Siempre
estoy
atento;
no
tengo
ninguna
adicción.
Ni
el
teatro
es
una
adicción
para
mí,
ni
el
laburo
es
una
adicción
para
mí.
Mi
identidad
es
tener
ganas
de
vivir,
tener
ganas
de
jugar.

—Recién
mencionó
la
paternidad.
Sus
hijas
más
pequeñas,
gemelas,
tienen
ocho
años
y
medio.
¿Cómo
es
esta
experiencia
de
crianza?

—Ahí
es
donde
me
parece
que
más
estuve
aprendiendo
en
el
tiempo.
Toda
la
vinculación
con
mis
hijos
es
de
larga
data.
Con
el
exilio
y
todas
las
dificultades,
siempre
estuvo
la
idea
de
no
abandonar,
ni
aun
cuando
fuese
extremadamente
árido,
sostener
la
vinculación:
sostener
el
afecto
es
tal
vez
lo
único
que
nos
llevamos
apretando
una
mano.

—Los
temas
de
sus
obras
y
sus
declaraciones
personales
son
de
gran
contundencia.
¿De
dónde
le
surge
ese
temple,
esa
valentía?
¿Tiene
miedos?

—De
afuera
puede
verse
así,
pero
yo
digo
siempre
que
soy
valiente
porque
soy
cobarde.
La
valentía
es
una
consecuencia
del
miedo.
Yo
tengo
hijos,
cinco,
y
tengo
algunos
miedos
por
ellos.
No
es
un
miedo
que
me
paraliza,
pero
tengo
miedo.
Y
tengo
miedo
de
lo
que
va
a
pasar
en
nuestro
país.
Otro
de
los
miedos
es
en
torno
a
mantener
una
sala teatral:
se
está
poniendo
difícil
sostener
que
un
foco
para
un
spot
valga
un
millón
de
pesos.
El
resultado
de
esa
frustración
es
la
creatividad.
Tengo
muchos
miedos,
pero
acciono
mi
miedo
con
cierto
coraje.
No

cómo
decirlo
de
otra
manera,
que
no
parezca
que
soy
un
héroe,
ni
mucho
menos.