Margarita Bali: “Nunca he dejado de tener proyectos”

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Margarita
Bali,
una
de
las
figuras
que
ha
definido,
fuertemente
desde
la
década
del
80,
el
micromundo
de
la
danza
contemporánea
en
la
Argentina,
continúa
produciendo.
Y
también
continúa
siendo
ella
intérprete.
Bajo
algunos
prejuicios
sobre
lo
que
supuestamente
es
y
puede
ser
un
cuerpo
a
los
81
años,
podría
sorprender
que
ella,
a
esa
edad,
esté
haciendo
funciones
de
jueves
a
domingo
(a
las
18).
Sin
embargo,
con
naturalidad
ella
realiza
las
funciones
de
Juego
del
tiempo,
el
espectáculo
que
construyó
junto
al
coreógrafo
Gerardo
Litvak,
y
que
se
ve
en
el
Teatro
Nacional
Cervantes.
En
esta
propuesta,
Bali
interactúa
con
registros
de
su
propia
trayectoria,
en
la
que
hay
piezas
surgidas
en
el
marco
del
grupo
Nucleodanza,
y
también
videodanza,
videoinstalaciones
y
videomapping,
parte
de
lo
cual
se
vio,
por
ejemplo,
cuando,
en
2005,
utilizó
toda
la
fachada
del
Palacio
Pizzurno
para
proyectar
imágenes.
Ahora,
en
la
sala
Luisa
Vehil
y
hasta
el
22
de
septiembre,
el
cuerpo
presente
de
Bali
danza
su
hoy
y
dialoga
con
su
propio
pasado
artístico.
Completan
el
equipo
de
la
obra:
Gabriel
Gendin
(composición
musical
y
diseño
sonoro),
Eli
Sirlin
(iluminación),
Mónica
Toschi
(vestuario)
y
Graciela
Galán
(escenografía).


—¿Cómo
te
toma
este
estar
en
el
escenario,
con
cuatro
funciones
semanales,
y
cómo
es
la
reacción
del
público?

—Estoy
muy
sorprendida.
Si
bien
nosotros
planificamos
la
obra
como
un
relojito,
es
muy
emotiva
y
la
gente
sale
muy
emocionada.
Para

es
una
especie
de
contradicción,
pero
se
da
eso.
Yo
no

si
tiene
que
ver
con
mi
edad.
Viene
gente
que
nunca
me
vio
antes,
que
no
me
conoce,
que
no
sabe
mucho
de
danza.
Es
raro,
pero
sumamente
gratificante.

Esto
no
les
gusta
a
los
autoritarios

El
ejercicio
del
periodismo
profesional
y
crítico
es
un
pilar
fundamental
de
la
democracia.
Por
eso
molesta
a
quienes
creen
ser
los
dueños
de
la
verdad.


—Retomo
lo
que
decías:
¿creés
que
la
gente
se
sorprende
por
la
edad
a
la
que
estás
bailando?

—Supongo
que
sí.
No
he
visto
mucha
gente
de
mi
edad
bailando.
Si
en
este
momento
bailara
Ana
María
Stekelman,
Oscar
Araiz,
o
algún
otro
referente
mío,
yo
también
me
emocionaría.
Gerardo
tuvo
la
idea
de
hacer
una
retrospectiva
de
mi
obra;
yo
iba
a
caminar
y
a
hacer
gestos.
Cuando
me
dijo
“Acordate
de
cómo
eran
tus
primeros
solos”,
tuve
que,
como
es
lo
único
que
no
tengo
filmado,
recurrir
a
la
sensación.
Saqué
algunos
movimientos
y
los
empecé
a
hacer
frenando,
pensando,
intercalando
otros.
Así
se
fue
formando
la
primera
escena.


—¿Cuándo
y
dónde
fueron
esos
solos?

—El
primer
solo
lo
hice
en
Estados
Unidos,
en
1973,
en
un
teatro.
Tenía
música
de
Janis
Joplin
y
de
un
compositor
muy
contemporáneo:
Morton
Subotnick.
Yo
recién
empezaba
y
fue
un
éxito
allá.
Después
volví
a
la
Argentina
y
ahí
se
sucedieron
varios
más.
Uno
se
llama
Pulsos,
que
llevé
a
Europa
en
el
75
y
el
76,
ya
cuando
armé
el
grupo
con
Susana
Tambutti
y
Ana
Deutsch.
Esa
obra,
la
bailé
mucho,
pero
aun
así
no
me
acuerdo
exactos
los
pasos.


—¿Qué
les
dirías
a
las
personas
que
piensan
en
categorías
como
vejez,
o
tercera
edad,
y
además,
las
asocian
con
la
idea
de
estar
quietos?

—Lo
que
pasa
es
que
yo
nunca
paré.
La
gente
que
tiene
un
trabajo
normal
dice:
“65
años”
y
entonces
se
jubila,
se
va
a
su
casa
y
no
sabe
qué
hacer.
Yo
nunca
me
jubilé.
Nunca
dejé
de
tener
proyectos.
Termino
un
proyecto
y
ya
estoy
pensando
en
otro.
Ahora
mismo
estoy
con
este
espectáculo,
pero
mi
cabeza
está
pensando
en
algo
en
una
sala
inmersiva
del
CCK
y
en
un
video
que
filmé
en
febrero
y
para
el
que
todavía
no
tuve
tiempo
de
editar.
Yo
puedo
seguir
filmando,
editando,
haciendo
instalaciones.
Lo
inusual
de
esto
es
haber
metido
el
cuerpo.


—¿Cómo
te
sentís
corporalmente?

—Fue
interesante
cuánto
pude
recuperar
de
la
musculatura,
que
me
la
está
cobrando,
porque
dolores
tengo:
no
todo
es
gratis.
Me
levanto
a
la
mañana
y
me
duele
y
hago
una
serie
de
ejercicios.
Pero
creo
que
recuperé
el
70%.
También
está
el
goce
de
interpretar,
la
parte
de
sorpresa
de
estar
en
el
escenario
y
estar
inventando,
en
parte,
ahí
en
ese
momento.


—¿Cómo
caracterizarías
la
danza
contemporánea
en
la
década
del
80?

—Los
ochenta
fueron
muy
vitales
para
mí,
porque,
con
el
grupo
Nucleodanza,
hicimos
muchas
obras,
muchas
temporadas
en
el
Teatro
Alvear.
Después
de
hacer
El
exilio
de
Gardel,
iniciamos,
a
partir
del
87,
una
sucesión
de
diez
años
de
giras
afuera.
Fue
súper
vital,
porque
estábamos
casi
como
obligadas
a
generar,
producir
obras
nuevas,
para
cambiar
el
repertorio,
y
porque
además
era
muy
excitante.


—¿Podrías
comparar
ese
panorama,
con
el
actual?

—Compararlo
con
el
panorama
de
ahora
me
resulta
muy
difícil.
No
estoy
tan
embebida.
Veo
que
hoy
está
mucho
más
disperso;
hay
tanto
más,
hay
tantos
grupos
jóvenes.
De
alguna
manera,
la
existencia
de
la
universidad,
de
la
UNA
[Universidad
Nacional
del
Arte],
ha
generado
un
movimiento
de
semillero,
de
gente
nueva
continuamente.

que
les
es
difícil,
pero
algunos
logran
seguir
adelante
y
mostrar
sus
obras.


—¿Cómo
fuiste
resolviendo
el
financiamiento
de
tus
proyectos?

—Fue
paulatino.
En
los
70,
no
se
hablaba
de
dinero.
La
gente
se
juntaba
porque
quería
bailar
y
bailaba.
El
bordereau
era
ínfimo.
En
los
80,
yo
hice
Ráfagas
y
Biósfera
y
Susana
Tambutti
hizo
Living
Room.
Había
obras
con
ocho,
diez
bailarines:
del
bordereau,
sacaban
alguito
para
el
transporte.
Cuando
empezamos
con
giras
al
interior
con
Nucleodanza,
sustentadas
por
Fundación
Antorchas,
comenzó
a
entrar
cierto
dinero.
Con
las
giras
a
Europa,
ahí,
sí,
se
pagaban
quinientos
y
mil
dólares
por
función.
Después
es
difícil
volver
atrás:
el
bailarín
es
un
profesional
que
cobra
por
hacer
las
funciones
y
los
ensayos.


—Y
más
allá
de
tu
recorrido
personal,
¿cómo
ves
el
proceso
de
profesionalización
de
la
danza,
para
la
que
has
colaborado
también
en
su
construcción
colectiva?

—Desde
Cococa
[Coreógrafos
Contemporáneos
Asociados]
en
los
90,
se
gestionó
mucho
para
llegar
a
conseguir
Prodanza
en
2000.
Tuve
mucho
que
ver
con
esa
lucha.
Fue
crucial
en
que
finalmente
naciera
y
exista
un
ente
estatal
que
subvencionara
proyectos
de
danza.
Con
el
tiempo,
se
fue
distorsionando,
ya
que
los
montos
de
las
ayudas
siempre
fueron
tan
magros,
que
no
solucionaban
el
mantenimiento
de
un
grupo
de
danza
con
trayectoria
en
el
tiempo.
Ese
había
sido
el
objetivo
inicial
de
los
25
coreógrafos
que
nos
habíamos
convocado
en
1997.
Terminaron
siendo
ayudas,
pequeñas,
como
para
empezar
un
proyecto,
pero
nunca
cubrían
los
verdaderos
gastos
de
un
espectáculo
de
danza.
Prodanza,
Mecenazgo
y
Fondo
de
las
Artes
están
actualmente
a
una
distancia
realmente
sideral
de
cómo
se
subvencionan
a
las
compañías
grandes
y
a
los
grupos
más
pequeños
de
danza
en
Europa
(Francia,
Alemania,
Gran
Bretaña,
España).


—¿De
qué
manera
fue
apareciendo,
como
parte
importante
de
tu
trayectoria,
la
asociación
danza
y
tecnología?

—No
es
que
yo
me
lo
propuse.
Primero
me
metí
con
el
video,
en
el
famoso
curso
de
Jorge
Coscia.
Ahí
decidí
que,
si
yo
quería
filmar,
tenía
que
estudiar
más.
Me
anoté
en
la
escuela
de
Rodolfo
Hermida;
me
enseñaron
a
editar
en
la
época
de
la
edición
analógica
con
casettes
VHS.
Después
vino
la
edición
por
computadora.
Yo
fui
acompañando
el
proceso
que
naturalmente
se
fue
dando.
Aprendí
a
editar
con
manuales.
Vino
el
Final
Cut
Pro
y
después,
el
Premiere.
A
medida
que
los
programas
avanzaban
y
cambiaban,
yo
también.
Y
tomé
unos
cursos
de
interactividad
y
me
saqué
una
beca
en
Antorchas
para
irme
a
Estados
Unidos
y
participar
en
una
universidad
en
Arizona.
Ahí
terminé
haciendo
la
primera
obra
interactiva
escénica
que
fue
Ojo
al
zoom.
Después
me
fui
hacia
el
área
de
las
artes
plásticas,
las
videoinstalaciones
y
los
mappings.
Eso
terminó
siendo
la
obra
Hombre
rebobinado,
con
ocho
proyectores
simultáneos.