
Qué
puede
revelar
el
circo
sobre
una
época,
un
país
o
una
familia?
En
“Una
vez,
un
circo”,
la
directora
Saula
Benavente
parte
de
un
recuerdo
heredado
y
una
caja
de
archivos
para
reconstruir
un
hecho
artístico
casi
olvidado:
la
llegada
del
Circo
de
Moscú
a
la
Argentina
en
1966.
Producida
por
El
Borde,
la
película
indaga
en
esa
experiencia
cultural
única,
su
potencia
estética,
su
marco
geopolítico
y
su
resonancia
íntima.
Con
materiales
nunca
antes
vistos
y
testimonios
que
cruzan
continentes,
el
documental
se
estrenará
el
17
de
abril
y
forma
parte
de
la
programación
del
Bafici.
Cuenta
Benavente:
“Era
plena
pandemia
y
me
escribe
Carlos
Garaycochea.
Me
cuenta
que
su
padre
fue
productor
del
Circo
de
Moscú
en
los
80,
después
de
que
el
mío
lo
trajera
por
primera
vez
en
1966.
Y
que
tenía
muchísimo
material
de
archivo.
Así,
aburridos
y
encerrados,
empezamos
el
intercambio:
videollamadas
con
artistas
circenses,
ideas,
plan
de
trabajo.
Cuando
ya
teníamos
el
proyecto
armado
y
el
financiamiento
del
Incaa
y
Mecenazgo
aprobado,
estalló
la
guerra
entre
Rusia
y
Ucrania.
Teníamos
todo
listo
para
viajar
a
Moscú…
Así
que
reconfiguramos
todo
y
decidimos
enfocarnos
en
artistas
desparramados
por
el
mundo”.
—¿Qué
sentís
que
representa
hoy
la
idea
del
circo?
—Debo
decir
que
nunca
fui
fan
del
circo
tradicional,
sobre
todo
por
la
explotación
animal.
El
Circo
de
Moscú,
aunque
también
tenía
animales,
era
otra
cosa:
proponía
una
dramaturgia,
una
poética.
Tocaban
temas
como
Prometeo,
la
carrera
espacial,
la
Segunda
Guerra
Mundial…
Tenía
un
contenido
profundo,
que
ningún
otro
circo
ofrecía.
Hoy
todos
miran
al
Cirque
du
Soleil,
que
para
mí
es
solo
estética:
muy
bien
hecho,
sí,
pero
me
aburre.
La
historia
que
quería
contar
está
en
la
película,
y
eso
para
mí
ya
es
muchísimo.
Además,
queda
como
testimonio
de
un
hecho
que
no
va
a
repetirse
jamás.
Esto
no
les
gusta
a
los
autoritarios
El
ejercicio
del
periodismo
profesional
y
crítico
es
un
pilar
fundamental
de
la
democracia.
Por
eso
molesta
a
quienes
creen
ser
los
dueños
de
la
verdad.
—¿Tuviste
algún
límite
personal
al
abordar
esta
historia
tan
cercana?
—Siempre
existe
el
límite
ético
de
no
burlarse
ni
faltar
el
respeto.
Pero
además
hubo
límites
contextuales:
no
meternos
con
la
guerra
actual
entre
Rusia
y
Ucrania,
por
ejemplo.
Y
tampoco
queríamos
que
la
mayoría
de
los
testimonios
fueran
de
artistas
soviéticos
que
hoy
viven
en
Estados
Unidos,
porque
podía
leerse
como
una
toma
de
partido.
Así
que
salimos
a
buscar
voces
en
otros
países,
incluso
llegamos
a
Moldavia.
—¿Qué
apareció
en
el
proceso
que
no
esperabas
encontrar?
—Un
detrás
de
escena
mucho
más
complejo
del
que
imaginaba
y
personajes
impensados.
Por
ejemplo,
en
un
almuerzo
familiar,
Pipo
Pescador
–viejo
amigo
de
la
familia–
me
cuenta
que
él
trabajó
en
el
Circo
de
Moscú.
Me
dice
que
lo
hacían
dar
una
vuelta
en
elefante
mientras
tocaba
La
Cumparsita.
Me
volví
loca.
Buscamos
ese
material…
y
lo
encontramos.
Solo
que
no
era
un
elefante,
¡sino
un
camello!
Igual,
la
imagen
de
Pipo
con
su
acordeón
en
la
arena
moscovita
es
gloriosa.
—¿Qué
significa
estrenar
en
este
contexto
del
país?
—Siempre
el
estreno
fue
un
momento
de
tensión.
Uno
nunca
sabe
qué
va
a
pasar,
menos
con
un
documental.
Esta
vez,
además,
se
da
en
un
contexto
nuevo,
inestable.
Es
cierto
que
antes
tampoco
vivíamos
en
un
paraíso.
El
cine
independiente
venía
siendo
golpeado
por
dentro
y
por
fuera,
con
reglas
impuestas
que
no
ayudaban
a
los
proyectos.