
En
un
país
donde
la
cultura
parece
haberse
vuelto
un
lujo
prescindible,
Tomás
Lipgot,
cineasta
de
trayectoria
reconocida,
enfrenta
una
crisis
inédita:
se
queda
sin
trabajo.Entonces,
se
reinventa
como
conductor
de
una
aplicación
de
viajes.
Sin
embargo,
lo
que
podría
haber
sido
una
pausa
forzosa
en
su
carrera
deviene
otra
película:
Lipgot
convierte
su
auto
en
un
set
de
rodaje,
con
cámaras
y
micrófonos
ocultos,
transformando
cada
trayecto
en
una
escena
y
cada
pasajero
en
un
potencial
personaje.
Lipgot:
“Yo
venía
resistiéndome
a
hacer
ese
trabajo
como
conductor,
me
costaba
asumirlo.
Al
quedarme
sin
trabajo
me
di
cuenta
de
que
no
sé
hacer
muchas
cosas
más
que
documentales,
y
tampoco
me
imaginaba
teniendo
un
jefe
o
metido
en
una
oficina.
Entonces,
pensar
que
podía
transformar
esa
experiencia
en
una
película
le
dio
un
sentido
distinto
a
todo,
y
eso
me
permitió
abordarlo
con
otra
actitud”.
—¿En
qué
momento
sentiste
que
ese
trabajo
forzado
por
la
necesidad
podía
convertirse
en
una
película,
y
cómo
fue
el
proceso
de
decidir
filmarlo?
—Fue
muy
puntual:
un
amigo
me
sugirió
filmar
un
documental.
Yo
no
quería
asumir
ese
trabajo
como
conductor,
pero
me
di
cuenta
de
que
no
sé
hacer
muchas
otras
cosas.
Pensar
que
podía
transformarlo
en
una
película
me
permitió
abordarlo
con
otra
actitud.
Me
atrajo
la
idea
de
dejarse
llevar
por
los
estímulos
del
entorno,
sin
rumbo
fijo.
Coincidía
con
mi
estado
emocional,
en
plena
deriva
personal.
Usar
esa
lógica
como
estructura
narrativa
me
ayudó
a
soltar
el
control
y
descubrir
cosas
que
de
otra
forma
no
habría
visto.
Quise
mostrar
una
Buenos
Aires
que
no
está
en
las
postales.
Los
lugares
surgen
del
azar
y
del
vagar.
Eso
permite
ver
tensiones
sociales
y
momentos
de
belleza
inesperada,
lejos
de
la
lógica
capitalista
de
la
ciudad
planificada.
Esto
no
les
gusta
a
los
autoritarios
El
ejercicio
del
periodismo
profesional
y
crítico
es
un
pilar
fundamental
de
la
democracia.
Por
eso
molesta
a
quienes
creen
ser
los
dueños
de
la
verdad.
—Pasaste
de
dirigir
detrás
de
cámara
a
estar
expuesto
como
protagonista.
¿Cómo
fue
esa
transición?
—No
es
la
primera
vez
que
lo
hago.
Ya
en
Moacir
y
yo
me
mostré
bastante.
Lo
íntimo
no
tiene
supremacía
sobre
lo
narrativo:
aparezco
porque
la
historia
lo
necesita.
—La
película
habla
de
la
precarización
de
la
cultura
y
de
la
resistencia
íntima.
¿Qué
rol
tiene
hoy
el
cine
frente
a
este
contexto
político?
—Hoy
el
cine
tiene
poco
lugar.
No
hay
pantallas,
ni
políticas
públicas
de
apoyo.
En
mi
caso,
filmar
es
más
una
necesidad
vital
que
una
estrategia.
Pero
para
que
el
cine
tenga
presencia
social
necesita
ser
un
hecho
colectivo,
con
circulación
y
pantallas.
Estamos
recalculando.
No
usé
cámaras
ocultas,
estaban
a
la
vista
aunque
casi
nadie
las
notó.
Todos
firmaron
consentimiento.
La
deriva
coincidió
con
mi
propio
estado
de
desorientación.
Fue
un
rodaje
más
intuitivo
que
racional.
Me
dio
libertad
y
resigné
calidad
técnica,
pero
eso
no
lo
viví
como
pérdida.
Extrañé,
eso
sí,
la
aventura
colectiva
de
rodar
en
equipo.
—La
aparición
de
Yacki
Lazzari
y
el
Cementerio
de
la
Chacarita
le
dan
otra
dimensión
a
la
película.
¿Cómo
surgió
ese
encuentro?
—Fue
una
de
las
grandes
sorpresas.
Su
forma
de
estar
en
el
mundo
trajo
poesía
y
juego
al
relato.
Ella
habita
el
cementerio
como
un
espacio
sagrado.
Eso
me
enseñó
a
resignificar
un
lugar
que
para
mí
solo
significaba
muerte.
—Momentos
con
tu
hija
y
Félix
Croquetas
aportan
una
luz
afectiva.
¿Cómo
influyó
eso
en
el
equilibrio
de
la
película?
—Fue
esencial.
Yo
tiendo
al
fatalismo
y
Sofi
con
su
gatito
me
equilibran.
Esos
momentos
surgieron
espontáneamente
y
decidí
incluirlos
porque
aportan
ternura
y
belleza
en
medio
del
derrumbe.
La
resistencia
del
andar
J.M.D.
Tomás
Lipgot
retrata
en
su
película
el
pulso
de
una
ciudad
que
se
transforma
a
través
de
la
deriva.
Con
Buenos
Aires
como
escenario
y
también
como
personaje,
la
cámara
recorre
lugares
inesperados:
callejones,
veredas
y
rincones
sin
glamour
que,
sin
embargo,
destilan
vida.
“Los
lugares
que
aparecen
no
estaban
en
el
guión”,
dice
Lipgot.
“Surgieron
de
la
experiencia
misma,
del
azar,
de
lo
que
se
fue
dando”.
En
este
nuevo
proyecto,
Tomás
Lipgot
descubre
que
el
documental
puede
ser
una
herramienta
para
resistir
en
tiempos
difíciles.
Mientras
maneja
por
Buenos
Aires,
la
ciudad
se
convierte
en
un
escenario
cambiante
que
lo
enfrenta
a
distintas
realidades
sociales.“Nunca
imaginé
que
mi
auto
podía
ser
un
espacio
cinematográfico”,
reflexiona.
Esa
sorpresa
se
transforma
en
motor
narrativo:
la
cámara
se
adapta
al
entorno,
y
cada
pasajero
aporta
algo
distinto,
desde
anécdotas
hasta
silencios
reveladores.
Lipgot
cuenta
que
la
deriva
no
es
solo
un
método
estético
sino
una
forma
de
vida
en
un
país
en
crisis:
“En
cada
viaje,
la
ruta
no
estaba
planificada.
Yo
me
subía
y
dejaba
que
el
azar
guiara
el
recorrido”.
Esa
entrega
al
imprevisto
le
permitió
abrirse
a
experiencias
nuevas
y,
a
la
vez,
confrontar
sus
propias
incertidumbres.
“El
documental
me
ayudó
a
no
sentirme
completamente
a
la
deriva”,
confiesa.
Así,
el
viaje
se
vuelve
también
un
refugio:
una
manera
de
darle
sentido
a
lo
que
parecía
no
tenerlo.